Todas las previsiones de crecimiento se derrumban y el país sudamericano cierra el año en recesión
26 de diciembre de 2018 – Buenos Aires – Agencias.
El año que termina tenía que ser relativamente apacible. Tanto el Gobierno argentino como los analistas financieros dibujaban, a finales de 2017, un horizonte tranquilo: crecimiento económico superior al 2%, inflación controlada por debajo del 15% y un dólar estable, en torno a los 20 pesos. La realidad fue muy distinta. Tras un annus horribilis en el que Argentina tuvo que pedir auxilio, por dos veces, al Fondo Monetario Internacional, el país sufre hoy una severa recesión (el Producto Interior Bruto se contrae al menos en un 2%), la inflación ronda el 47% y un dólar cuesta 39 pesos. Todo lo que podía ir mal, fue mal.
¿Qué ocurrió? Los analistas, mucho más certeros cuando predicen el pasado que cuando predicen el futuro, hablan de cuatro factores fundamentales: la subida de los tipos de interés en Estados Unidos, la fragilidad estructural de la economía argentina, la peor sequía en casi medio siglo y algunos errores del gobierno de Mauricio Macri. Los tres primeros se atisbaban ya en diciembre de 2017. El cuarto, hasta cierto punto, también. El reformismo gradual de Macri llevaba tiempo mostrando sus límites: para evitar una crisis social, había escalonado la supresión de subsidios y en 2017 había relajado, del 12% al 15%, el objetivo de inflación.
La Reserva Federal estadounidense había anunciado su propósito de subir poco a poco los tipos para evitar el riesgo de un sobrecalentamiento y para acabar con la época del dinero casi gratuito, establecida a partir de 2008 con el fin de paliar los efectos de la Gran Recesión y favorecer la vuelta al crecimiento. El 14 de diciembre de 2017 elevó los intereses básicos del 1% al 1,25%. El 22 de marzo de 2018, al 1,50%. Ahora se sitúan en el 2,25%. Eso significa que los inversores pueden recibir en torno a un 3% por el dinero que colocan en deuda de Estados Unidos.
Mientras subían los tipos en Washington, las demás monedas americanas (y en general las de todas las economías emergentes, desde la turca hasta la india) se debilitaban: el capital prefería la seguridad y rentabilidad del dólar. El peso empezó a caer. Durante el primer cuatrimestre de 2018, con las alarmas en rojo, la Casa Rosada y el Banco Central tomaron medidas de emergencia: subieron los tipos hasta el 40% y vendieron más de 8.000 millones de dólares de las reservas nacionales, para intentar apuntalar la moneda. Sin éxito.
A las debilidades estructurales (un déficit fiscal de casi el 10% del PIB, un déficit por cuenta corriente cercano al 5%, y una deuda en moneda extranjera, básicamente el dólar, del 40% del PIB) se sumó una sequía devastadora, un fenómeno muy dañino para un país parcialmente dependiente de la exportación agraria. Ya en febrero, la Bolsa de Comercio de Rosario estimaba que iban a caer tanto la producción de soja (de 60 millones de toneladas en la campaña anterior a 47 millones) como la de maíz (de 39 a 35 millones de toneladas), lo que supondría una merma de ingresos en dólares cercana a los 4.000 millones.
La mano del FMI
En ese contexto, el gobierno anunció que a partir de finales de abril se aplicaría un impuesto sobre las ganancias a los tenedores de Lebacs (Letras del Banco Central), lo que precipitó la fuga de inversores. El 3 de mayo, el peso se depreció más de un 7% frente al dólar. Argentina carecía de liquidez. Y la continua devaluación de la moneda fomentaba la inflación. El 8 de mayo, el presidente Macri anunció que negociaba con el Fondo Monetario un crédito de 50.000 millones, el mayor concedido a un solo país por el organismo internacional. A cambio, Argentina se comprometía a un duro ajuste fiscal que implicaba una recesión más o menos severa.
En junio, Federico Sturzenegger dejó la presidencia del Banco Central y fue sustituido por Luis Caputo, hasta entonces ministro de Finanzas. La gestión de la economía quedó en manos de Nicolás Dujovne. La tendencia, sin embargo, no cambió. La devaluación y la inflación siguieron al galope. El 29 de agosto, Macri anunció una renegociación con el FMI con el fin de elevar el monto del crédito(hasta 57.000 millones) y anticipar el cobro. En septiembre llegó a Buenos Aires una comisión del Fondo y días después dimitió Luis Caputo como presidente del Banco Central. El nuevo presidente de la entidad (el tercero en cuatro meses) fue Guido Sandleris.
La comisión del FMI determinó que las políticas de Macri eran correctas y se firmó el crédito. Sandleris modificó la estrategia del banco emisor: estableció para el dólar una banda de fluctuación variable (actualmente se compromete a comprar dólares si bajan hasta los 34 pesos, y a venderlos si suben hasta 44 pesos) y retiró pesos del mercado con el objetivo de contener la inflación. Es una estrategia típicamente deflacionaria y recesiva. A pocos días de que acabe el terrible 2018, el dólar parece estabilizado ligeramente por debajo de los 40 pesos. La inflación anual se conocerá en enero, pero estará muy por encima del 12% previsto un año atrás: en el 47%, si no más. Y la economía se habrá contraído en torno al 2%. La deuda pública, en tanto, ha subido hasta casi el 80% del PIB.
El desempleo no ha aumentado de forma significativa. Algunos desequilibrios exteriores (déficit comercial y por cuenta corriente) han sido corregidos por la recesión. El poder adquisitivo de los salarios se ha desplomado. Ahora, la gran amenaza es la incertidumbre. 2019 es año electoral y la reelección de Mauricio Macri no parece tan probable como hace meses. A los inversores, nacionales y extranjeros, nunca les ha gustado la incertidumbre.
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