El Partido Republicano, convulsionado por la presidencia de Donald Trump, pierde al referente de sus esencias históricas. El senador pidió que el presidente no fuera a su funeral
27 de agosto de 2018 – Agencias.
Murió John McCain. Tenía 81 años y había pasado el último enfermo de un tumor cerebral maligno. Apenas unas horas antes de su fallecimiento la familia anunció que el senador abandonaba el tratamiento. Con su muerte desaparece uno de los últimos leones del Partido Republicano. Alguien que defendió la democracia y el Estado de derecho desde unos postulados conservadores sin permitirse jamás la tentación sectaria o el guiño demagógico. Quizá su peor momento político fue la elección como candidata a vicepresidente de Sarah Palin, la extravagante política de Alaska. Pero McCain, que acabó por arrepentirse de aquella decisión, peleaba contra Barack Obama por la presidencia y en el ánimo del votante pesaba tanto la crisis económica como las secuelas de la guerra en Irak. Acaso creyó que flanqueado por el ídolo femenino del Tea Party neutralizaría el entusiasmo que despertaba el candidato demócrata. En vano. Tras la aplastante derrota regresó al Senado, donde ha servido durante seis mandatos. Allí, desde 2015, ocupó la presidencia del Comité de Servicios Armados.
Hijo y nieto de laureados almirantes de la Marina de EE UU, generales ambos de cuatro estrellas, McCain fue un político peculiar y al mismo tiempo clásico. Un magnífico exponente de un partido hoy despiezado entre los evangélicos y los partidarios de la «alt-right», los seguidores de Donald Trump y los nostálgicos de una suerte de pasado legendario que nunca existió. McCain, que a menudo jugaba a su aire, era muy capaz tanto de erigirse en azote de la bancada demócrata como de pactar con sus rivales políticos. Había nacido en una base militar estadounidense del canal de Panamá. Como buen hijo de militar, conoció decenas de casas y colegios hasta que finalmente ingresó él mismo en la academia naval. Cuentan que fue un estudiante apasionado y brillante, también irregular y caprichoso. Obtuvo las alas de piloto tras no pocos enfrentamientos con sus profesores. Durante su vigésimo tercera misión sobre Vietnam fue abatido por un misil y detenido por el enemigo. Se negó sistemáticamente a aceptar su liberación si antes no lo eran todos los militares estadounidenses que hubieran sido atrapados por el Vietcong antes que él. A manos de sus captores sufrió dos años de confinamiento y cientos de palizas. Solían colgarlo de las muñecas, con los brazos atados a la espalda. Enfermo de disentería y al borde de la muerte, y luego de varios intentos de suicidio, acabó por firmar la típica confesión propagandística que con tanta saña buscaba el régimen. A su regreso a EE UU, tras ser liberado en 1973, comenzó una carrera política al más alto nivel, primero en su propio estado, Arizona, y posteriormente en Washington D.C., donde fue uno los pilares republicanos.
Ayer, nada más trascender su muerte, Obama, al que McCain pidió que hablara en su funeral, al igual que a George W. Bush, escribió que más allá de sus diferencias compartían «los ideales por los que generaciones de americanos e inmigrantes han luchado por igual, desfilado y sacrificado». Ambos consideraban sus «batallas políticas como un privilegio, como algo noble, la oportunidad de servir esos altos ideales en casa y alrededor del mundo». Qué diferencia respecto a Trump, que en julio dudó de su condición de héroe porque fue capturado. «A mí me gusta la gente que no es capturada», dijo el presidente, que por cierto no sirvió en el Ejército y que respondía así, con el estilo y la clase habituales, al comunicado previo del senador, que lo consideraba incapacitado para asumir la presidencia de EE UU. Según McCain, el hoy mandatario carecía del carácter necesario y, de llegar a la Casa Blanca, pondría en riesgo la seguridad del país.
Fue la primera de muchas trifulcas. Quizá ninguna más devastadora que cuando Trump concedió una rueda de prensa junto a Vladimir Putin, en la que no dudó en elogiar a éste. «Ningún presidente anterior», reaccionó el senador por Arizona, «se había humillado de forma tan abyecta delante de un tirano». Pero fue con ocasión del intento de enterrar el «Obamacare» cuando sus diferencias alcanzaron un punto crítico. En aquel momento un McCain gravemente enfermo se desplazó hasta Washington para votar «no» a la propuesta que aspiraba a liquidar la reforma sanitaria de Obama. Aunque en otras muchas ocasiones había votado a favor de las propuestas presidenciales, su negativa, y el pulgar hacia abajo delante de las cámaras, provocaron un terremoto.
«Me enseñó a vivir», escribió ayer su hija, la periodista Meghan McCain, mientras que la que fuera su compañera en la carrera presidencial, Palin, celebró su valor y amistad. Trump, en cambio, se limitó a expresar simpatía y solidaridad con la familia. No así su hija, Ivanka, que no dudó en nombrarle y lo ha definido como «un patriota americano, que sirvió a nuestro país con distinción». Hillary Clinton destacaba su legado de entrega y coraje. Por su parte Bush, con el que compitió por la nominación republicana en 2000, comentaba que «algunas voces son tan vibrantes que cuesta imaginarlas mudas. Era un hombre de profundas convicciones y un patriota de primer orden». Se apaga así una de las voces que conectaba al partido con sus esencias, hijo de unos tiempos en los que líderes republicanos habrían considerado infamante rendir pleitesía a un tipo que insulta a los soldados y fue amamantado en la telebasura.
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