La cima alpina más alta encumbra al colombiano de 22 años, líder tras una etapa recortada por un deslizamiento de la carretera. La jornada de este sábado se reduce a 59km en Val Thorens
26 de julio de 2019 – Tignes – Agencias.
“Cuando la naturaleza se desencadena su fuerza es más fuerte que la de todos los humanos”, dice Christian Prudhomme, el jefe del Tour, y no costaría mucho pensar que está hablando de Egan Bernal, un chaval colombiano de 22 años y cara de niño aún, y ojos grandes que se comen el mundo con una ilusión que parece tan pura, su hambre. Egan ha atacado en el Iseran, el gigante de los Alpes, y se ha ido solo, solo como los campeones deben ir, solo como iba Eddy Merckx, y mira solo atrás, girando mínimamente la cabeza, para comprobar el desastre que a sus espaldas crece. Y desde atrás solo alcanzan a distinguirlo con un catalejo.
Egan va a por el Tour, a por el maillot amarillo, y nadie puede seguirlo. Toda la gran generación de ciclistas, todos los que han convertido el del 19 en un Tour que se recordará como el Tour de la gran aventura, se han rendido. Alaphilippe, Thomas, Kruijswijk, Buchmann, Landa, Valverde, su Nairo admirado, todos se borran en la distancia. Quizás piensen que recuperarán fuerzas en el descenso hacia la última subida, hasta Tignes, a donde Egan quiere llegar solo, claro, para dejar claro que le ha dicho al destino, sin temerle, voy a por ti, no huiré, y aquí estoy. Quizás sueñan con un desfallecimiento del colombiano, quien, cuando faltan cinco kilómetros para la cima del Iseran, se pregunta y decide: ¿ataco para ganar y arriesgo un podio que parece seguro o me quedo parado, conservo y me paso el resto de mi vida preguntándome qué habría pasado si ataco?
Era una pregunta retórica. No había dudas. En su temperamento ciclista no cabe más que la valentía. Y, audaz, se lanza.
Su equipo, el Ineos, la máquina del cálculo y el control, se ha hecho con los mandos del Tour loco, lo ha devuelto a la cordura, pero es un colombiano que disfruta solo peleando como un niño, pensando en el placer de volar, en la adrenalina de la competición, quien toma las riendas del futuro del equipo. Su victoria, la del Ineos, no es ya la muerte de la esperanza de que lo inesperado ocurra, no señala la imposibilidad del Tour de ataque. El trantrán del Ineos no aplana los Alpes la ilusión, como solía, sino que da a la luz una nueva.
El terreno se lo había preparado su compañero Thomas, que había atacado para acabar por fin con el Alaphilippe cuya presencia les torturaba y les quitaba el sueño. Como si hubiera concierto entre todos los que miran al francés como a un intruso, su ataque lo replica Kruijswijk, que quiere asegurar su podio. Pinot no entra en el juego: se ha retirado lesionado antes de que la etapa comenzara a madurar. Su cuerpo nunca aguanta su carácter ofensivo, siempre se rompe en un lamento y un grito: es el único corredor que siempre rebasa sus límites, y no cejará de hacerlo. Es el ciclista que al que se admira, sin cálculo. Tampoco entran los Movistar: Nairo no aguanta el ritmo, Landa cede. Egan abandona su puesto de vigilancia a rueda de Alaphilippe, que muerde el aire enrarecido a grandes bocanadas y, ligero como ninguno, y más fuerte, avanza, avanza y ataca. El Tour se mueve a 2.300m de altitud. Hace cinco que todos pedalean por encima de la frontera de los 2.000m. Mientras todos pelean para encontrar oxígeno en el aire tan fino, Egan disfruta como cuando sube desde su Zipaquirá, a 2.700m por la ruta hacia Pacho, como Efraín Forero, el primer mito del ciclismo colombiano, el Indomable Zipa, hacía hace 70 años. Egan es el nuevo Zipa, el niño maravilla de Zipaquirá, y todos se maravillan. Quedan 42 kilómetros para la meta. Este será el gran ataque que decidirá el Tour.
Cuando hablaba de las fuerzas de la naturaleza desbocadas, Prudhomme no hablaba de Egan, claro, Egan es una fuerza de la naturaleza demasiado humana, más humana quizás que todos los antiguos grandes campeones conocidos, el mismo Merckx, o Indurain, Armstrong, Hinault y Froome. Se refería emocionado a la tormenta que corta la carretera con deslizamientos de barro sobre el asfalto, y granizo, y la luz se apaga y se crea un telón de fondo dramático, oscuro, para acoger la luz de su nuevo maillot, el esplendor.
Una moto se le acerca desde atrás cuando, con Simon Yates, un refugiado de la fuga que se ha agarrado a su chepa en el descenso, se acerca a Val d’Isère. El piloto, con enérgicos gestos de su mano derecha le ordena que pare, que pare, que no siga, y Egan lo mira incrédulo, y no lo entiende. Por el pinganillo oye conversaciones en inglés y gritos de sorpresa, pero no las entiende, tanto es el barullo. Pide que le hablen en español. “La etapa ha terminado. La carretera está cortada. Imposible atravesar la inundación. Se toman los tiempos en la cima del Iseran. Eres el maillot amarillo del Tour”, le dicen los de su equipo en un idioma que entiende, un mensaje que le transforma. Ha corrido literalmente con la cabeza en las nubes, en el Iseran, a 2.770 metros sobre el nivel del mar, y ahora, bajando, se siente en las nubes de verdad, y tiene miedo de que todo sea un sueño, y, dice, si lo fuera, espero no despertar nunca.
Egan es el tercer colombiano que viste de amarillo, tras los fugaces lideratos de Víctor Hugo Peña y Fernando Gaviria. Es el primero de su país, el país de los grandes Lucho y Fabio Parra, del gran Nairo, tres veces podio, que llega a lo más alto del Tour a solo dos días del final. Nadie apostaría por un ganador del Tour más espectacular en décadas que no se llamara Egan Arley Bernal, de 22 años, tres meses más joven que Felice Gimondi, quien figura hasta ahora como el más joven ganador del Tour de los años modernos, los que comienzan en 1947.
La anulación de 37,5 kilómetros de la etapa le roba quizás parte del placer de ascender un puerto en solitario, delante de todos, y de sentirse único unos minutos más; y le roba a sus rivales, a Alaphilippe, el acróbata de los descensos que roza la caída en cada curva trazada al milímetro, el derecho a seguir peleando hasta el final por la victoria.
No hay polémica. “Di el máximo y me ha ganado Egan Bernal, uno más fuerte”, dice Alaphilippe en su rendición. “El maillot amarillo ya está fuera de mi alcance”. No solo eso. La etapa de este sábado también se ha visto recortada por los desprendimientos previos a Val Thorens, y se queda solo con la última subida y 59 kilómetros, una jornada que comenzará a las 14.30.
Coronación en la cima
La anulación, el Tour de rodillas ante la naturaleza incontrolada, le regala, sin embargo, y regala a todos los aficionados, una coronación única en la historia. El Iseran, el puerto de Gino Bartali, el puerto en el que Bardet disfrutaba de niño, nunca ha sido final de etapa. El hecho más notable ocurrido en su cumbre, la del paso de carretera más elevado de Europa, fue la retirada, en 1959, del viejo Louison Bobet, el francés que había ganado tres Tours, el más amado por los suyos, quien se baja de la bici y se la entrega a Bartali en persona, que le espera para recogerla y acompañarlo en su retirada. Desde el 26 de julio de 2019, la cima del Iseran será recordada como el lugar en el que el Tour dio al mundo un nuevo gran campeón.
Cuando llega a Tignes en coche, Egan, tan humano, es un derroche de sentimientos. Abraza a su pareja, Xiomara, y está minutos con ella, y la besa, y se emocionan los dos, y ella cierra los ojos en su pecho con una sonrisa de felicidad tan absoluta que ningún pintor lograría imitar, y se emociona abrazando a su padre, Germán, al que le cuenta al oído durante minutos su vida y su amor, y el padre le hace la señal de la cruz en su pecho, ya amarillo, cuando se separan.
Y cuando le preguntan cómo se siente, solo alcanza a decir: “Tengo ganas de llorar”.
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