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El lujo de enfermarse en México

Millones de trabajadores no tienen acceso a cobertura sanitaria. El país ocupa uno de los últimos puestos de la OCDE en gasto en salud (2,7% del PIB)

29 de enero de 2018 – México – Agencias.

Josefina Ávila Gálvez, de 29 años y originaria del Estado de Zacatecas, tuvo que trasladarse este enero a Torreón (Coahuila), a 400 kilómetros, para operarse de una lesión en la vía biliar posterior a una intervención de vesícula. Tras pasar dos días con su familia en esa localidad, con todo el gasto que supone para una economía humilde, el hospital público canceló la operación casi en el mismo momento de abrir, sin previo aviso, porque “no tenían hilo para suturar” o eso le dijeron.

Angélica Díaz, nacida en Puebla, trabaja como empleada de hogar en varias casas de la Ciudad de México, pero ninguno de sus patrones le paga el seguro social. Tampoco lo tienen sus padres, campesinos, ella con diabetes y él con hipertensión, que abonan de su bolsillo los gastos médicos. Lo último: una operación de apendicitis para su hermano que les costó 40.000 pesos (unos 2.100 dólares), una auténtica fortuna teniendo en cuenta que el salario mínimo es 88,36 pesos diarios.

Son solo dos ejemplos de la situación en la que viven muchos millones de mexicanos para los que ponerse enfermos es un lujo solo reservado a las clases pudientes y curarse de verdad algo solo al alcance de las élites, a pesar de que el derecho a la salud está consagrado en el Artículo IV de la Constitución.

“Apenas un 7% de la población recibe una atención médica digna”, asegura un especialista del centro médico ABC, de la capital mexicana, una de las instituciones privadas más prestigiosas del país. “En el sector público existe falta de atención debido a la escasez de personal, carencia de recursos, tanto diagnósticos como terapéuticos, y sobrecarga de trabajo”, sostiene Jimena Ramírez de Aguilar, médico internista que compagina la sanidad pública con la práctica privada en ese hospital.

Sobre el papel, el 100% de los mexicanos tienen algún tipo de cobertura sanitaria. Según el Gobierno de Enrique Peña Nieto, en 2016 el Seguro Popular (SP) –que atiende a los más pobres, pero que no es totalmente gratis ya que el paciente debe pagar una cuota anual y parte de las intervenciones y medicamentos– cubrió a 53,3 millones de personas; el IMSS (seguro social) y el ISSSTE, para los funcionarios y sus familias, a 78, más el millón inscrito en las Fuerzas Armadas y en la petrolera estatal Pemex. Los números no cuadran porque la cifra supera a la de población (unos 123 millones). La explicación es que muchos están duplicados en uno o varios seguros al tiempo que otros ni siquiera saben a qué tienen derecho y no se registran. El Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), por su parte, manejaba la cifra de unos 100 millones en 2015 y en su Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo del tercer trimestre de 2017 señala que unos 32,6 millones de trabajadores no tienen acceso a los servicios de salud. Es decir, que dos de cada tres personas con actividad productiva carecen de esta prestación, lo que no es de extrañar en un país con más del 50% de su fuerza laboral empleada en la economía informal. Una portavoz de la Secretaría de Salud confirmó las cifras, mientras su titular, José Narro, ha dicho que ” un sistema de salud único sería lo más conveniente para México”, si bien añadió que ese objetivo llevaría tiempo porque antes debería implantarse la cobertura universal.

Al margen de las estadísticas, que se complican aún más por ser México una república federal, el hecho es que en el día a día del paciente el sistema sanitario mexicano es un ogro burocrático, fragmentado e ineficiente, con listas de espera interminables y lastrado, además, por las enormes desigualdades entre las ciudades y el campo. “Oaxaca, por ejemplo, es, en algunas zonas, desde el punto de vista sanitario, igual que África, pero sin leones”, asegura con desparpajo Ramírez, que también ejerció como médico rural.

México, segunda economía de América Latina, ocupa uno de los últimos puestos de la OCDE en gasto en salud (solo el 2,7% del PIB, frente a una media del 6,6%) y tiene una esperanza de vida de 74 años, una de las más bajas, frente a los 84 de los españoles o japoneses; ostenta el segundo puesto en obesidad (el 33% de los adultos, solo por detrás de EE UU), tiene solo 2,4 médicos por cada 1.000 habitantes frente a la media de 3,4 de la OCDE y la diabetes es ya casi una epidemia nacional. Sin embargo, a pesar de ser un problema de vida o muerte, la salud no ha sido de momento un tema que hayan mencionado en estas semanas de precampaña los candidatos presidenciales en las elecciones de julio.

“Hay hospitales públicos que no tienen médicos de una determinada especialidad”, señala un doctor que trabaja en un importante centro público del norte de Ciudad de México, que exige el anonimato por miedo a represalias. “Por ejemplo, donde trabajo no tenemos acceso a recursos informáticos, nosotros mismos nos compramos las revistas médicas para ponernos al día, pagamos por el acceso a Internet, que ahora es necesario para la práctica médica. Los baños están sucios, los pacientes en urgencias tienen que esperar horas, los de cáncer semanas, hay fallos médicos por falta de tiempo, por cansancio, pacientes que te llegan después de haber pasado por cinco médicos distintos que han errado en la detección de la enfermedad”, afirma. El doctor asegura además que él y sus compañeros sufren acoso laboral por parte de los responsables del hospital: “Los procesos son intocables y si te quejas, te sancionan. Al final se acaba culpando al médico por negligencia, cuando es el sistema lo que habría que arreglar”. La solución pasa, para este especialista, por “discutir el problema, pero solo se practica una medicina defensiva. Políticamente, no interesa. Se prima la cantidad sobre la calidad”.

Son las sombras de un sistema que, como todo en México, tiene también sus luces y un espacio para soñar: médicos mexicanos que son auténticas eminencias en EE UU. Como Alfredo Quiñones Hinojosa que, a los 19 años, cruzó el Río Bravo sin papeles, y hoy, con 50 años, después de estudiar en Harvard y Berkeley, es uno de los neurocirujanos más prestigiosos del país. Quizá si hubiera caído enfermo no le hubieran atendido en ninguno de los dos lados de la frontera y no hubiera salvado miles de vidas.

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