La empresaria era la patrona del club Village Vanguard, una de las mecas de este género musical
14 de junio de 2018 – Nueva York – Agencias.
Ni lujoso, ni pretencioso, se paga en efectivo y ni mucho menos se permiten cámaras o móviles. Esas son las claves de la longevidad del club de jazz Village Vanguard, donde lo único que se ofrece a los 123 clientes que caben en el local es buena música. El icónico club de jazz acaba de perder a la de guardiana de sus espíritus, Lorraine Gordon. Falleció el sábado a los 95 años de edad, por complicaciones de un derrame.
Gordon estuvo al frente de este legendario local de la noche neoyorquina durante casi tres décadas. Es todo un hito si se piensa en la rapidez con la que cambian los espacios en Nueva York. El negocio lo heredó de su segundo marido, Max, en la calle Charles en 1934. Era un bohemio. La idea era crear un lugar para escuchar poesía. Hasta que un grupo conocido como los Revuers lo puso en el mapa, cuando el neón estaba ya instalado al sur de la Séptima Avenida.
Por allí pasaron después artistas como Lenny Bruce, Miriam Makeba, Pete Seeger, Woody Allen, Harry Belafonte y Barbra Streisand. Pero a partir de 1957, este sótano empezó a convertirse en un destino obligado para los amantes del jazz. Las paredes están llenas de fotos en blanco y negro de generaciones de músicos como Miles Davis, Bill Evans, John Coltrane, Charles Mingus, Tommy Flanagan o Barry Harris
Lorraine Gordon custodiaba la esencia del también llamado “Camelot” de las salas de jazz. Su pasión por esta música empezó de niña y se le consideraba por eso una de las pioneras. Se sentaba cada noche en una mesa a la izquierda del pequeño escenario que vio emerger a tantas leyendas. Cuando no estaba ahí, era porque atendía a los músicos o se estaba haciendo cargo de las reservas.
La empresaria era un personaje puramente neoyorquino. Seca, decidida y con un fuerte temperamento pero a la vez amable y afectuosa. Como señalaba el músico Christian McBride, “posiblemente el jazz nunca tuvo una protectora tan dedicada”. El National Endowment for the Arts la reconoció hace seis años como una de sus maestras, la única vez que tal reconocimiento se concedió a la propietaria de un club.
Gordon publicó también unas memorias en 2006 bajo el título Alive at the Village Vanguard, que escribió con Barry Singer. No supo explicar por qué le atrajo el jazz tan pronto. De adolescente se crió en Nueva Jersey, donde fue miembro del Newark Hot Club. Su gran amor, después de la música, fue Alfred Lion, cofundador de la discográfica Blue Note Label, especializada en este género.
Lion fue su primer marido. Le ayudó mientras duró el matrimonio a llevar adelante el negocio de la compañía, promocionando artistas y dando los últimos retoques a los álbumes. Fue ella la que aconsejó a Max Gordon que se fijara en un pianista llamado Thelonious Monk. Aún no estaban casados. Cuando Max falleció en 1989, Lorraine decidió abrir el local la siguiente noche para dar continuidad a su legado.
Era contundente en sus opiniones y gusto. En el club se escuchaba lo que a ella le apetecía. Lo que opinaba el resto decía que no le importaba. Es lo que pasó con Monk, al que pocos entendían salvo ella. Esa era la esencia de la empresaria. Y no solo controlaba hasta el último detalle de lo que pasaba en el escenario. No perdía de vista a los clientes, para que se respetaran las reglas de decoro en la sala.
Como dice Christian McBride, su compromiso estaba con la música. “La amaba, la disfrutaba cada noche y vivía por ella”, insiste el crítico neoyorquino Nate Chinen, “las conversaciones con ella rebosaban de entusiasmo”. Entre sus favoritos, comenta, estaba en lo más alto Paul Motian, que se hizo célebre en el club cuando formaba parte del Bill Evans Trio. “La amistad entre ellos era profunda”, señala.
Tenía una debilidad especial por los pianistas. La última vez que pasó por el local fue el 23 de mayo. Aquella noche actuó Guillermo Klein con Los Guachos, un grupo formado por tres saxofonistas. Y como muchos de los artistas que pasaron por su local, se dedicó de joven al activismo político a través del movimiento Women Strike for Peace. Llegó a viajar Vietnam del Norte durante la guerra, en 1965.
“No soy una música, ni una cantante, ni una pintora, ni una actriz. No soy nada de eso”, se puede leer en un pasaje de sus memorias, “pero a lo largo de mi vida seguí el curso de la música que amaba”. Ese era su arte. Jed Eisenman, el encargado del club, asegura que el neón del Vanguard seguirá encendido. Deborah Gordon, su hija, es la responsable de que la música siga retumbando por las paredes de esta meca del jazz.
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