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La asfixiante vida de los venezolanos tras un año de hiperinflación

El 48% de las familias son pobres. La carne y la fruta se han convertido en productos de lujo y los negocios se ven obligados a cerrar

4 de diciembre de 2018 – Caracas – Agencias.

Los números, en Venezuela, ya no dicen casi nada. En noviembre del año pasado se registró una inflación récord: los precios aumentaron ese mes un 57%, según el seguimiento que hace la Asamblea Nacional. Venezuela entró en la temida hiperinflación que se advertía desde hacía dos años. Aunque la cifra de este noviembre aún se desconoce, en octubre ya triplicó la registrada hace un año, un porcentaje escandaloso para los economistas que se convierte en sofocante en la vida cotidiana. El viernes, las autoridades venezolanas anunciaron una devaluación del bolívar del 43%. Un día antes habían elevado el salario en un 150%.

Karina Cancino, de 42 años, era hasta el año pasado gerente de su productora audiovisual. Ella no necesita cifras para medir la inflación: “He reducido la calidad de vida de mis hijas. Las clases de inglés, baile y deporte se acabaron este año. También el seguro médico. Tampoco hemos viajado: desde hace dos años, cuando fuimos a Nueva York, no salimos de vacaciones. Trabajo solo para mantener a las niñas”, añade.

Cancino vive ahora del pequeño cafetín que abrió en una clínica en Caracas a principios del terrorífico 2018 que pintaban los expertos. Llevaba seis meses sin trabajo, después de que disolviese la compañía que tenía con otros socios residentes en el extranjero. “Todos los meses renunciaba el personal porque se iba del país. Todos los meses teníamos que entrenar a nuevos empleados, se hacía imposible seguir trabajando acá. Era muy difícil estar ajustando salarios, retener a las personas, lidiar con aumentos de alquiler y fallas de servicios”. Los pocos ahorros en dólares que tienen ella, su marido y sus hijas de seis y 12 años los preservan como un seguro: para cuando venga una emergencia médica.

Para los venezolanos, la hiperinflación —un fenómeno del que la región no sabía desde principios de la década de los noventa, cuando Perú sufrió una fortísima subida de precios— ha implicado un empobrecimiento mayor del que se ha registrado nunca antes en América Latina. Primero porque la voracidad de la escalada inflacionista se produce en un país sin apenas industria y sin agricultura y totalmente dependiente de la importación, lo que ha cronificado el desabastecimiento. Segundo, porque un año después del problema —al menos en la definición técnica de hiperinflación, porque la escalada había empezado mucho antes—, el Gobierno de Nicolás Maduro ni siquiera se refiere al mal por su nombre, sino que lo mete en el saco de la llamada “guerra económica” que ha afrontado con medidas contraindicadas. A una economía infestada de liquidez, las autoridades le siguen agregando dinero con consecutivos aumentos de salarios y bonificaciones que el fisco no está en capacidad de respaldar, por lo que se ve obligado a imprimir más y más billetes. El perro que se muerde la cola.

César Reina, de 45 años, hace milagros con el sueldo mínimo que gana como mensajero en una empresa. “Antes, uno podía guardar un poco del salario y juntar para comprarse algo. Ahora se vive al día”. Vive al día en un barrio en La Guaira, en las afueras de Caracas, y desde hace dos meses comenzó a ocupar las horas que le quedan libres haciendo trabajo de albañilería a destajo. “Pinto, reparo cosas, hago lo que sea. Con eso pude pagar la inscripción y los útiles escolares de mi hija pequeña, porque solo el pantalón para la escuela me costaba 1.800 bolívares [el salario mínimo que regía desde agosto hasta este jueves, cuando el Gobierno lo aumentó hasta los 4.500 bolívares soberanos]”. La mayor de sus hijas, de 21 años, emigró a Chile a principios de noviembre sin ni siquiera haber podido terminar la carrera de Comunicación Social. “Allá ya tiene trabajo y está mejor”.

Reina reconoce que ha perdido peso, aunque con los ingresos extra dice que se ha repuesto: come una o dos veces al día. La sardina se ha vuelto común en su dieta. “En mi barrio era tradición los domingos hacer una sopa de costilla y pollo para compartir con los vecinos, pero ya no se puede hacer sopa y mucho menos compartir”.

Desde la populosa Petare, cerca de la capital, Maura García también hace magia con los ingresos mínimos que recibe para cubrir las cuentas y apoyar a hijos y hermanos. En su sector llegaban con cierta regularidad las bolsas del Clap, el programa de alimentos a bajo costo que ideó Maduro para compensar las dificultades para acceder los alimentos en un país donde las muertes por desnutrición van en aumento. Desde hace más de un mes no llegan y durante el último año la energía del día, más que en el trabajo, la gasta en conseguir comida: con intercambios entre compañeros o haciendo largas colas cuando llegan los productos con precios regulados a los supermercados. “Hace tiempo que no sé lo que es comer carne ni frutas”. Con su sueldo apenas puede comprar 15 huevos. Como en el caso de Reina, uno de sus hijos emigró a Colombia hace un año. Aun en situación irregular, puede enviar algo de dinero para que su madre pueda comer.
Sin visos de cambio

La Encuesta de Condiciones de Vida, presentada esta semana por la Universidad Católica Andrés Bello, refleja que el 48% de los hogares venezolanos son pobres, dos puntos más que un año antes. Esa es una de las razones que más ha empujado la migración, que se calcula en casi 700.000 personas solo este año, un éxodo que también ha estimulado una economía de remesas que da cierta holgura a un grupo. Como en todas las hiperinflaciones recientes, el dólar se ha hecho cada vez más común para las transacciones: las divisas extranjeras han reemplazado al devaluado bolívar en consultas médicas, servicios profesionales y técnicos y hasta para comprar algo tan básico como harina de maíz en el mercado negro.

“Cuando entramos en hiperinflación no imaginábamos que fuera tan agresiva. Esperábamos algo como lo que ya había ocurrido en Sudamérica, de 20.000% o 50.000% como en Bolivia, pero esta ha rebasado todo”, explica el diputado José Guerra. La hiperinflación venezolana ya es la tercera más prolongada de cuantas han sacudido América Latina, solo superada por la de Bolivia en los años ochenta —18 meses— y la de Nicaragua, también a finales de aquella década —58 meses—.

El FMI prevé que Venezuela cierre 2018 con una inflación de siete dígitos, en el entorno de los 2.500.000%, una cifra que se hace incluso difícil de pronunciar. Las recientes medidas anunciadas por Maduro de aumentar salarios proyectan un espiral ascendente de los precios: para honrar los compromisos se ha aumentado la masa monetaria entre 15% y 20% cada semana. “La hiperinflación va a seguir el próximo año, porque las causas que las han motivado se mantienen y parece que el Gobierno tiene más cerrados los accesos a financiamiento externo”, agrega Guerra.

Los hermanos Nil y Manuel Rodríguez Domínguez cerraron en noviembre el bar familiar que mantuvieron por 28 años en Chacao, una zona de juerga al este de Caracas. Una calurosa despedida con clientes habituales de la tasca le puso un precipitado cierre a un ciclo. “El último año se hizo muy difícil sostener el ritmo de precios”. El negocio vivía de la cerveza, que empezó a aumentar tan rápido que se hacía difícil ofrecerla a un precio que la gente pudiera pagar y que a ellos les quedaran ingresos para reponer el inventario. Estos malabares se han convertido en habituales entre los comerciantes, pero los hermanos han tirado la toalla: han vendido el negocio y emigrarán a Galicia, en España, a la tierra de sus padres. Hace un año, el precio del dólar paralelo llegó a los 100.000 bolívares (que hoy equivalen a un bolívar soberano), con lo que era posible drenar la angustia de la crisis hasta con seis cervezas. Esta semana, el billete verde se cambia por casi 500 bolívares: no alcanza ni para un par.

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