Las acusaciones contra el Papa avivan el fuego de una batalla de poder disfrazada de ortodoxia religiosa e ideología que busca restaurar el viejo orden
27 de agosto de 2018 – Roma – Agencias.
Los cuervos vuelan bajo y amenaza tormenta. La carta de 11 páginas del arzobispo Carlo Maria Viganò acusando al papa Francisco de encubrir los abusos del cardenal Theodore McCarrick es un síntoma de la mala digestión que acompaña siempre al Vaticano cuando cambia de orden. El alcance destructivo de la denuncia, sin la esperada respuesta clara del Papa mientras él mismo pedía investigar todos los casos, todavía no se conoce. Pero su calculada publicación, diseño y necesaria colaboración certifican la reapertura de una guerra que corre el riesgo de organizar definitivamente a los opositores a Francisco, más interesados en el poder extraviado que en la ideología o los abusos que denuncian ahora e ignoraron cuando pudieron actuar.
Carlo Maria Viganò (Varese, 1941), autor de este J’accuse vaticano, dio siempre muestras de inestabilidad. Carácter complicado, propenso a las intrigas (estuvo en el origen del caso Vatileaks) e inclinaciones a la mentira. De hecho, cuando Benedicto XVI decidió mandarlo a EE UU como nuncio para apartarlo del Vaticano, escribió una carta asegurando que tenía un hermano incapacitado que le impedía asumir ese encargo. Resultó que el hermano vivía en Chicago desde hacía años y no se hablaba con él por una disputa económica. El arzobispo, pese a su currículum, no tendría por si solo capacidad para estructurar un ataque que plantea sin complejos derribar el Pontificado de Francisco, muy fortalecido en los últimos tiempos a través de los nombramientos en el colegio cardenalicio (59 de los 125 purpurados que podrían el elegir hoy al siguiente Pontífice). “Han convertido a un pollo en un cuervo”, ironizaba el historiador de la Iglesia Alberto Melloni.
El problema, más allá de la veracidad de sus gravísimas acusaciones, quizá es que sujetos así hayan ocupado los puestos más altos de la jerarquía católica. Figuras como el controvertido cardenal George Pell, a la espera de juicio en Australia por abuso de menores; el ex secretario de Estado Tarcisio Bertone, salpicado en todos los escándalos imaginables; el español Lucio Ángel Vallejo Balda, una suerte de revisor de las cuentas del Vaticano encarcelado en un surrealista lío de faldas, o los propios opositores al Papa, entre los que están nada menos que el último prefecto para la Congregación de la Doctrina de la Fe, Gerhard Müller, o el expresidente del Banco del Vaticano, Ettore Gotti Tedeschi. Cuando remaron a favor fueron útiles, hoy para la Santa Sede se desacreditan con sus propias palabras.
Viganó, probablemente despechado por no haber recibido un mayor reconocimiento de Francisco cuando le planteó las denuncias aquel 23 de junio de 2013 (si es que así fue), tiene una larga experiencia en conspiraciones. Estuvo en el origen de ‘Vatileaks’ y acumuló toneladas de información sensible a su paso por el Governatorato de la Ciudad del Vaticano y la Secretaría de Estado, de modo que no sería extraño que sorprendiese con más documentos. Nadie duda de que en su ataque participaron diversas personas, especialmente del entorno de los medios digitales estadounidenses ultraconservadores, con quienes pudo intimar en su periplo americano. El Vaticano espera que las acusaciones se desvanezcan por sí solas. Pero el misil estaba cuidadosamente diseñado para que todo sea una tormenta de verano. Se hicieron traducciones de la carta al inglés, francés y español por parte de distintos colaboradores, algunos –y algunas- vinculados directamente al círculo tradicionalista, y se lanzó cuando más daño podía hacer.
El epicentro de la guerra contra el Papa procede de la corriente tradicionalista de la Iglesia estadounidense vinculada al Tea Party y de potentes círculos mediáticos cercanos a Steve Bannon, obsesionado con los movimientos populistas en Roma y con el propio Vaticano. Un matrimonio de conveniencia con la derecha religiosa —estadounidense y Europea—, huérfana de un líder espiritual fuerte en el Vaticano que la defendiese. O que, al menos, no la atacase continuamente en cuestiones como la inmigración o las desigualdades. Un cocktail aliñado con un potente clickbait, una elevada dosis de falsedades e inversiones en portales como LifeSite, Catholic Register o el propio Breitbart de Bannon. Además, tras la dimisión de Benedicto XVI, la virulencia de los ataques ha crecido con la percepción de que elevar la presión puede provocar la dimisión de un Papa. Este lunes, las primeras reacciones, obviamente, llegaron de los propios líderes de la revuelta.
El cardenal Raymond Burke, comandante de esta guerra, humillado en anteriores enfrentamientos con Francisco como la esperpéntica lucha en la Orden de Malta, fue el primero. “Las declaraciones hechas por un prelado de la autoridad del Arzobispo Carlo Maria Viganò deben ser tomadas muy en serio por los responsables en la Iglesia. Cada declaración debe estar sujeta a investigación, de acuerdo con la ley procesal aprobada por la Iglesia”. Luego llegó el que fuera primer consejero de la nunciatura en Estados Unidos, el francés Jean-François Lantheaume, que avaló la veracidad de la acusación a Catholic News Agency. El Papa, sin embargo, prefirió guardar silencio el domingo y pidió a los periodistas que ellos mismos extrajesen conclusiones a través de su “madurez profesional”. Una salida poco ortodoxa, pero eficaz temporalmente. “Era la mejor respuesta que podía dar en ese momento”, señala una persona que despacha a menudo con él. Pero la guerra no ha terminado.
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