26 de julio de 2021 – por: El Director.
Nuestra vida se asemeja a una pista de carrera en la que en todo momento nuestra consiga es ganar. Ser en todo el primero es la motivación principal para la gran mayoría de los humanos.
La competencia nos motiva a luchar por alcanzar mayores cotas. Está en nuestra naturaleza hacer un seguimiento de los logros y evaluarnos frente a los demás. Disfrutamos de la competición incluso cuando es escenificada e impersonal. Nos encanta el reto de enfrentarnos a la determinación y habilidad de otras personas, incluso cuando está marcado por reglas y limitaciones de tiempo. Y nos enfadamos cuando los demás no están a la altura de nuestras expectativas o de nuestros logros anteriores.
Somos animales sociales y buscamos de forma natural a otras personas que comparten los mismos intereses y pasiones con nosotros. Por eso, cuando alguien tiene más éxito o influencia que tú, puede ser bastante desconcertante. Aunque estés lejos de alcanzar la grandeza, no puedes evitar sentirte inferior cuando otros alcanzan grandes cotas más rápido que tú.
Alcanzar la cima es nuestro principal objetivo, ¿pero quien dice que una vez que hayamos alcanzado la cima ahí termina todo junto con las ansias de lograr nuestro objetivo?
Todos queremos ser conocidos y apreciados. Y aunque no existe una definición universal de lo que significa ser conocido, hay un consenso entre los muchos que han alcanzado grandes cotas que aporta el reconocimiento que supone superar las expectativas. El éxito viene de ser reconocido por los demás como mejor de lo que era antes. Llegar a la cima no es el final del camino, es simplemente el comienzo de uno nuevo. Tenemos la obligación de trabajar duro y seguir mejorando nuestra posición en la vida. Para ello, tenemos que ver en qué punto nos encontramos en relación con nuestros competidores en campos similares. Eso es lo que nos enseñaron que para ser alguien debemos sobrepasar a los demás.
A menudo tenemos el deseo de ser vistos como superiores, de estar en lo alto de la tabla de posiciones. Cuando una persona carece de apoyo social, es fácil que los que la rodean sientan que no es digna o importante, y empiecen a rehuirla. En un estudio realizado por el Dr. Patrick Carnes, se descubrió que, “cuando la identidad social de uno se ve amenazada, los niveles de estrés aumentan rápidamente”. Esto es cierto para los veteranos, los padres que han perdido un hijo y los miembros de grupos marginados. Aquellos que sienten que no tienen a nadie a quien acudir en busca de apoyo son más propensos a adoptar comportamientos de riesgo, como el abuso de sustancias y el tráfico de drogas ilegales.
Lo malo es que esta constante en nuestra vida de conseguir cada vez más y más nos convierte en humanos egoístas, no nos satisface nada y siempre queremos estar por encima de los demás, sin importar lo que tengamos que hacer para logarlo. Competimos con nosotros mismos porque nos gusta gustar. Miramos al que vino después de nosotros y juzgamos cuánto mejor es que nosotros. En su mayor parte no nos damos cuenta de que nos estamos jugando a nosotros mismos y despreciando a los demás a través de esta mentalidad competitiva. Esto es lo que nos lleva a las guerras, a las grandes depresiones, a perder a nuestros seres queridos y a todo lo que conlleva ser humano. Sin embargo, hay esperanza. Podemos aprender a competir sin ser egoístas y esforzarnos por nuestra propia mejora y también crecer como personas eliminando de nuestras vidas el aspecto de la competencia centrada en uno mismo.
Aunque no seamos conscientes de ello, nuestras acciones egoístas han sido fundamentales para crear los problemas a los que nos enfrentamos en la vida. No es necesario salir a destruir el mundo para resolver los problemas; de hecho, la mayoría de las veces son las acciones de las personas buenas -individuos compasivos que intentan ayudar a los demás- las que consiguen evitar el fracaso catastrófico. Como escribió Carl Rogers, “el problema de ser bueno y tener todas las respuestas es que respondes a estas preguntas tanto de forma consciente como inconsciente, y acabas creando todos los problemas que esperabas”.
Nuestro egoísmo es la causa de nuestra destrucción como humanos. Cuando ya no queda ninguna esperanza para nosotros mismos, todo se vuelve económico: posesiones, estatus, dinero. Posteriormente, no importa lo que hagamos por nuestro propio bien, sino también por mantener estas “cosas buenas” como propias, estamos persiguiendo ciegamente el mal y el mal está siendo recompensado. Los seres humanos nos hemos convertido en asiduos porque decidimos no buscar en nuestros corazones y mentes los valores que nos motivan, incluso ante la adversidad, la decepción o el fracaso. Las consecuencias de nuestras acciones egoístas son nefastas y terminales.
¿Es el tener más y más la verdadera razón de nuestra existencia? No, no lo es, pero la gran mayoría de la humanidad si lo cree, es su única doctrina y lucha por ello, sin importar el daño que cause a sus semejantes ni a lo que lo rodea, por conseguir sus objetivos; es muy triste que, como especie inteligente, no nos demos cuenta del gran error de nuestra forma de conseguir la existencia y en ese camino, no somos ni de lejos la mejor especie. ¿Merecemos entonces, seguir en este planeta?
Te invito a leer la parte II de este tema
El director
Ing. Jairo Vargas
jairo@latino-news.com
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