5 de abril de 2019 – Agencias.
En un pequeño lago artificial de la sede del grupo chino Huawei viven varias familias de cisnes negros. La presencia de este animal, que en la jerga corporativa se usa para definir un hecho inesperado que tiene un gran impacto sobre una empresa, ilustra casi a la perfección la situación actual de la compañía. Huawei vende y gana más dinero que nunca, pero el grupo está inmerso en una tormenta sin precedentes al haberse convertido en el principal campo de batalla entre China y Estados Unidos por el liderazgo tecnológico global. En los centros de trabajo de Shenzhen, la ciudad del sur de China donde unas 40.000 personas forman el núcleo de este gigante tecnológico, nada parece indicar que la empresa vive uno de los momentos más complicados de sus algo más de 30 años de historia. O casi nada, porque en los detalles está la diferencia.
Dos grandes asuntos han sacudido los cimientos de la empresa recientemente. El primero, las sospechas vertidas por Estados Unidos de que la compañía usa sus equipos de telecomunicaciones para ayudar al Gobierno chino a espiar. Washington –que nunca ha presentado pruebas sobre la existencia de estas llamadas puertas traseras– ha emprendido una campaña para que países aliados extremen sus precauciones sobre Huawei en un momento clave para el despliegue comercial de la tecnología 5G, que permitirá conectarlo prácticamente todo y convertirlo en inteligente, de oleoductos a trenes pasando por quirófanos o coches autónomos.
Huawei, primer fabricante de equipos de telecomunicaciones del mundo y ganador de la mayoría de contratos 5G, es consciente de lo que se juega en esta batalla que afecta a su reputación. Este periodista fue invitado por la empresa a visitar su campus coincidiendo con la presentación de los resultados del grupo. La compañía ha multiplicado la aparición de sus altos ejecutivos ante las cámaras y abierto las puertas a nuevas zonas de sus instalaciones a decenas de informadores en los últimos meses, en el marco de una ofensiva de relaciones públicas para contraatacar la batalla propagandística que llega desde Estados Unidos, que preocupa por sus efectos entre la opinión pública y la clientela.
“Hay un mecanismo en Huawei que impide que alguien instale puertas traseras en nuestros productos”. “Nuestros estándares de seguridad son más altos que los de la media de la industria”. “El Gobierno chino nunca nos ha pedido que espiemos para ellos y Huawei nunca aceptaría eso”. “Las acusaciones de Estados Unidos son simplemente una forma de echar agua sucia sobre nosotros sin fundamento alguno”. Son todas afirmaciones de Wang Jin, director del Laboratorio de Ciberseguridad de la compañía, una unidad formada por 137 personas, independiente de cualquier otra división de la empresa, que tiene capacidad de vetar el lanzamiento de productos si considera que tienen riesgos de seguridad. Se ha ejercido este derecho, dice, en hasta 76 ocasiones en los últimos seis años. En sus asépticas oficinas reina el silencio absoluto, y los empleados son instados a cerrar momentáneamente sus pantallas mientras la comitiva de periodistas visita la sala. En el mismo edificio, los clientes de Huawei pueden probar los productos por sí mismos en otras salas y tienen acceso a los códigos fuente de estos equipos.
Huawei tiene su sede en Shenzhen, la ciudad china que se ha convertido en paradigma del auge tecnológico del país. Son 1,7 kilómetros cuadrados de edificios bajos, con muchas zonas verdes y una fuerza laboral joven. Hay instalaciones gratuitas para que los empleados practiquen deportes (gimnasio, piscina, pistas de baloncesto y bádminton, entre otras), numerosos restaurantes e incluso una clínica. Algunas de las calles contiguas al complejo llevan nombres de científicos famosos como el de Graham Bell o Marie Curie, algo muy excepcional en un país donde los mapas están libres de nombres propios.
Esta zona, sin embargo, se ha quedado pequeña para una empresa que factura más de 95.000 millones de euros anuales y prepara la enésima oleada de contrataciones. A unos 40 kilómetros y junto a una de sus mayores fábricas, Huawei inauguró hace medio año un nuevo campus en la ciudad de Dongguan. El sitio ocupa 120 hectáreas y se divide en 12 “pueblos” que se inspiran en la arquitectura de varias ciudades europeas, entre ellas Oxford, Granada, Bolonia, París, Friburgo o Brujas. Todas ellas están comunicadas a través de un tranvía. Hay lagos, ríos, fuentes, restaurantes internacionales y jardines perfectamente conservados. Allí trabajan ya 20.000 personas, la mayoría en tareas de investigación y desarrollo. A 20 minutos están las líneas de producción, de las que salen unos 90.000 teléfonos móviles al día. “Cada día, producimos los mejores móviles de todo el mundo”, reza una de las pancartas en el sitio.
Cuesta encontrar en alguna de estas instalaciones una referencia clara al segundo gran asunto que ha llevado a Huawei a copar los titulares de medio mundo. Se trata del arresto a principios de diciembre de Meng Wanzhou, en Canadá, a petición de Estados Unidos. La vicepresidenta del grupo es la hija de Ren Zhengfei, el fundador de este gigante tecnológico, y Estados Unidos la acusa de haber creado un entramado empresarial para vender equipos de telecomunicaciones a Irán y eludir el embargo económico sobre el país.
Sin embargo, en las cafeterías de los campus, las bebidas para llevar se sirven en un vaso en el que hay dibujado un faro que apunta al océano y que guía a un pequeño barco. Arriba, en mandarín, el texto reza lo siguiente: “El faro está esperando un pronto regreso del barco tardío”. El faro es, desde hace años, uno de los emblemas con los que la empresa se identifica. Y barco tardío es la traducción literal de Wanzhou, el nombre de la alta ejecutiva que sigue en Canadá a la espera de su extradición a Estados Unidos.